OASIS Y DESIERTOS OCCIDENTALES DE EGIPTO
EXPEDICIÓN AL EGIPTO MÁS DESCONOCIDO
Publicado en la la revista monográfica de carácter trimestral Condé Nast Traveler, número 51, de enero 2008, dedicado a Egipto
Del más del millón de metros cuadrados que conforman Egipto, la fértil pero estrecha franja verde que bordea el Nilo no supone sino una pequeña, aunque alargada, mancha dentro de la gran extensión desértica del país.
Si hoy me preguntasen qué es aquello que más me llamó la atención en mi primera incursión al desierto y los oasis occidentales de Egipto, sin duda respondería que “el silencio”. Son ya dos expediciones a las espaldas, y una tercera en ciernes. La locura comenzó con el eclipse total de sol de 2006 y el pasado marzo volví a recorrer los lugares eternos que tanta paz proporcionaron engañosamente a nuestros sentidos.
Tras, un primer día agotador en Luxor
recorriendo todos los templos y tumbas que nos ofrecía este
sagrado enclave, la mañana siguiente nos dirigirímos a
Armant, allí empazaba nuestra aventura. Teníamos que llegar
al Oasis de Kharga, un lugar cargado de historia, del que se
decía que era el mejor suministrador de vino de la corte de
la antigua Tebas. Atravesamos las majestuosas dunas que nos
llevan al corazón del mismo oasis, lejos del camino señalado
como carretera para el eventual turista. Allí nos esperaban
el templo de Hibis y fortalezas, como Dush y Qasr al Gweita
o Qasr al Zayyan, que albergan templos de Época Tardía,
excelentes enclaves para divisar un horizonte, hoy
totalmente yermo.
Nuestra expedición continúa hasta el Oasis de Dakhla. Ya intuimos las espectaculares tumbas de Bagawat, donde se funden elementos precristianos con aquéllos faraónicos. Pero todo no queda ahí, seguimos recorriendo kilómetros y nos adentramos en la milenaria necrópolis y el asentamiento de Qila el Daba y Ain Asil (el Imperio Antiguo fuera del recinto de Giza y alrededores), para terminar en el vasto complejo que conforma el Templo de Deir el Haggar, dedicado principalmente a la Tríada Tebana, que contrasta sobremanera con la anterior e inmediata incursión en las dunas del cercano Gran Mar de Arena.
Nos acercamos ya a los dominios de
Amon, a las localidades que histórica y popularmente le
pertenecen a Alejandro Magno. Pero para ello necesitamos
atravesar el Desierto Blanco en Farafra. ¿Nieve en el
desierto?, ¿Un bosque recientemente abrasado?, ¿el infierno
en vida?. Así es esta área de Egipto. El llamado
Desierto Blanco es una extensión de unos 50 kilómetros
cuadrados que toma su nombre de la piedra caliza,
espectacular y virginal, durante años modelada por el
viento, erosionándola de tal forma, que hoy día podemos
caminar sobre un manto de arena finísima similar, a la tiza.
Lo que hace milenios perteneció a los mares, hoy nos muestra un paisaje con el suelo lleno de amontes en varias zonas de nuestro recorrido, teñido de espectaculares formaciones naturales que semejan champiñones, esfinges, monolitos, suelos negros y rojos intensos; el silencio…
Pero el desierto comienza a no estar tan desierto. La ruta fácilmente accesible que lleva hasta el área que llamamos “de los champiñones” resulta ser, al atardecer, un hervidero de turistas que llegan, especialmente desde el Oasis de Bahariya, para tomar unas fotos al moribundo astro rey, lo que ha llevado a las autoridades a preparar un recorrido obligatorio, turístico y nada natural, para salvaguardar este patrimonio natural.
Entre las
calles apenas asfaltadas del Oasis de Bahariya y con más
animales que personas alrededor, encontramos una pequeña
tienda en la que un ordenador de época faraónica con
conexión jurásica a internet nos permite entrar en contacto
con la realidad. Esta noche, nos espera una cena entre las
dunas del desierto. Los 4x4 llegan a su destino. La tienda
está montada, los músicos preparados; un manto de estrellas
nos envuelve mientras degustamos un menú a base de cabra,
alguna que otra cerveza medio caliente y mucho té. Ahora
entiendo por qué los egipcios representaban al cielo (Nut)
como lo hacían; las estrellas se funden con los millones de
granitos de arena; la línea del horizonte se difumina de tal
forma que el cielo es la tierra, formamos parte del
firmamento.
Nuestra ruta se complica y las arenas han cubierto en pocos días gran parte del camino que nos lleva hasta la carretera que tomaremos para llegar a Siwa. Cruzamos impensables vergeles, extensos lagos y varios manantiales de agua caliente en donde poder darse un baño antes de comer o después de cenar y llegamos al oráculo de Amón, en donde un día Alejandro Magno confirmó su coronación como dios de Egipto y en donde hoy las mujeres continúan vistiendo a la manera tradicional, totalmente cubiertas, dentro de las carretas llevadas por sus familiares masculinos y sin aparecer apenas por la calle, a excepción de la explosión de risas y colores que protagonizaron durante los días del eclipse total de sol. Aprovechamos para llevarnos de recuerdo cientos de productos hechos a mano por esas mujeres, cerámica y cestería tradicional. Nuestro viaje acaba; tenemos que llegar todavía hasta El Cairo, aprovechando el recorrido para preparar nuestra siguiente expedición.